El liderazgo es un concepto muy difícil de entender y de definir. Actualmente hay más de 10.000 definiciones de liderazgo identificadas y contrastadas. Cada una de ellas aporta un matiz, una connotación que la hace diferente del resto. No obstante, uno de los aspectos que está más presente y que, según mi forma de pensar es el que más se identifica con el liderazgo, es el concepto de influencia. Por influencia entendemos aquella forma que tiene el líder de alterar o modificar los sentimientos, pensamientos, actitudes, emociones y sobre todo las acciones de sus seguidores. Es esencial que un líder consiga esta capacidad de influencia ya que sin influencia no hay liderazgo.
Básicamente existen 3 vías para poder influir en los demás.
La primera vía se basa en lo que se conoce como mecanismos de presión. Es decir, la forma de influir en los demás que se basa en la utilización de castigos, recriminaciones, sanciones… en caso de incumplimiento de las normas establecidas por el líder. Por desgracia, durante mucho tiempo este camino ha sido el más utilizado por la mayoría de directivos y de líderes.
Hay una segunda vía para conseguir influencia que es la razón. Se trata de la capacidad que tiene el líder para influir en sus seguidores a través de la utilización de argumentos racionales. Durante la segunda parte del siglo XX se ha dado mucha importancia a esta forma de influenciar. En esta época los mecanismos de presión han ido perdiendo vigencia y ha ganado importancia el hecho de que el líder explique racionalmente y de forma lógica el porqué tiene que realizarse determinada acción.
Y la tercera vía de influencia es la que tiene el líder de influenciar a sus seguidores a través de la gestión de las emociones y los sentimientos. El líder que es capaz de impactar en el cerebro límbico de su gente – que es la parte de nuestro cerebro que gestiona las emociones – dispone de una capacidad de influencia mucho más efectiva que las otras vías antes mencionadas. En pleno siglo XXI, no hay bastante con los mecanismos de presión o los argumentos racionales, el líder efectivo ha de influir basándose sobre todo en la correcta gestión de las emociones y los sentimientos (tanto de él como de sus seguidores).
Y si realmente entendemos que la influencia es esencial e imprescindible en el desarrollo del liderazgo, el grado más grande de influencia es aquel que se realiza cuando el influenciador no está presente. Si influir ya es en sí mismo, difícil, imaginemos lo difícil que es influir sin estar presente. Es lo que el autor norte americano John C. Maxwell presenta en su libro “Las 21 leyes irrefutables del liderazgo” como la ley 21, la ley del Legado. Dice Maxwell que el verdadero valor del liderazgo se mide en la posteridad, o sea, cuando el líder ha dejado la empresa, organización o institución. Es lo que se conoce como legado, todo aquello que el líder deja una vez se va, toda la influencia que es capaz de transmitir sin continuar ejerciendo su cargo.
Hay muy buenos líderes que han ejercitado gran cantidad de influencia en las organizaciones o empresas que han liderado. Algunos de ellos han dejado un legado francamente respetable. Pero muy pocos han seguido teniendo una fuerte influencia pasado cierto tiempo.
Hace mucho tiempo que pienso en quién ha sido el líder más grande de la historia. ¿Existe alguien que haya sido capaz de influir en tantas personas durante más de 2.000 años como Jesucristo? Por tanto, ¿ha habido mayor influencia, o sea, liderazgo que este? Yo no he sido capaz de encontrar otro.
No hace falta que te compares con Jesucristo, simplemente hace falta que reflexiones dentro de tu ámbito y pienses cuál está siendo tu influencia. Y sobre todo, ¿cuál será tu influencia cuando ya no estés? ¿Cuál será tu legado?